Domingo recién inaugurado y 25 grados en este Malibú catalán en el que vivo. Esta mañana, ante el fantástico día de verano que nos está regalando el cambio climático en pleno mes de marzo, he pensado que en vez de disfrutar del sofá de casa leyendo tranquilamente el periódico, podía acercarme hasta la playa, desentumecer las piernas y recorrer tranquilamente el Paseo Marítimo o incluso sentarme a leer en la misma playa hasta la hora de comer.
Un plan estupendo, si no fuera porque a más de la mitad de los ciudadanos de Barcelona se les ha ocurrido la misma idea y era totalmente imposible poner un pie en el abarrotado paseo marítimo sin que alguien te pisara. Ante tal panorama, y ya que me había pegado la caminata hasta allí, me he armado de valor, dispuesta a atravesar el paseo y llegar a la orilla de la playa, costara lo que costara.
Sentada en el único hueco libre que quedaba en la arena, estaba a punto de empezar a hojear el periódico cuando dos niños, que venían del agua corriendo, me han rebozado de arriba a abajo, el primero con los salpicones del agua y el siguiente con una nube de arena que ha levantado sobre mi cabeza justo antes de caerse encima mío. Después ha sido un pelotazo furtivo de una de las 500 parejas que jugaban a palas en la orilla, y más tarde un perro, que ha decidido que el castillo que había hecho un papá con su niña justo al lado de mis pies, era el mejor meódromo en los 25 kilómetros de costa de este pueblo para hacer sus necesidades.
Ante tal panorama, y memorizando una a una mis clases de autocontrol, he guardado el periódico, que a esas alturas parecía la servilleta de una churrería, y me he concentrado en observar a los personajes de mi alrededor. Con tanto ajetreo desde que he llegado a la playa, no me había fijado en que la gente me miraba extrañada, y de que algo sí me diferenciaba de todos los que esta mañana habían tenido la misma idea que yo. ¡Todos en bañador! Y yo, la única marciana vestida en muchos metros a la redonda.
El paisaje era aterrador y la culpa, como todo últimamente, la tiene el cambio climático. Normalmente, quien más quien menos, los meses previos al verano pone en marcha su particular operación bikini: una estricta dieta a base de pomelo sacada de una revista, un intensivo de seis horas de gimnasio a la semana, un demoledor tratamiento anticelulítico a base de untarse cremitas y rasparse con una lija tres veces al día, unos rayitos de uva treinta días antes de lanzarse a la playa, dos litros de infusión diurética cada mañana, un nuevo bikini que disimule lo que toda la operación no ha sido capaz de quitar y, sobre todo, una depilación integral de axilas, inglés y piernas completas.
Pero como el verano nos ha llegado en marzo, sin avisar, a escasos dos meses pasados de los excesos de Navidad, no hemos tenido tiempo ni de mentalizarnos, ni de preparar la operación bikini. Por eso, la visión de esta mañana era desgarradora: pieles ultra blancas, michelines desbordados, grasa untada en aceite de coco, granos, eczemas, pequeñas venas varicosas, pelos, muchos pelos por todas partes y sobre todo grasa, muuucha grasa. Y lo peor de todo, esos bikinis descoloridos de algunos añitos atrás que la gente se ha puesto pensando en aquello de “no creo que haga para bikini, pero por si acaso…”
Sí, estas visiones que nos perturban los domingos son los daños colaterales del cambio climático. Y es que este año, el verano nos ha pillado por sorpresa.
Marg
Un plan estupendo, si no fuera porque a más de la mitad de los ciudadanos de Barcelona se les ha ocurrido la misma idea y era totalmente imposible poner un pie en el abarrotado paseo marítimo sin que alguien te pisara. Ante tal panorama, y ya que me había pegado la caminata hasta allí, me he armado de valor, dispuesta a atravesar el paseo y llegar a la orilla de la playa, costara lo que costara.
Sentada en el único hueco libre que quedaba en la arena, estaba a punto de empezar a hojear el periódico cuando dos niños, que venían del agua corriendo, me han rebozado de arriba a abajo, el primero con los salpicones del agua y el siguiente con una nube de arena que ha levantado sobre mi cabeza justo antes de caerse encima mío. Después ha sido un pelotazo furtivo de una de las 500 parejas que jugaban a palas en la orilla, y más tarde un perro, que ha decidido que el castillo que había hecho un papá con su niña justo al lado de mis pies, era el mejor meódromo en los 25 kilómetros de costa de este pueblo para hacer sus necesidades.
Ante tal panorama, y memorizando una a una mis clases de autocontrol, he guardado el periódico, que a esas alturas parecía la servilleta de una churrería, y me he concentrado en observar a los personajes de mi alrededor. Con tanto ajetreo desde que he llegado a la playa, no me había fijado en que la gente me miraba extrañada, y de que algo sí me diferenciaba de todos los que esta mañana habían tenido la misma idea que yo. ¡Todos en bañador! Y yo, la única marciana vestida en muchos metros a la redonda.
El paisaje era aterrador y la culpa, como todo últimamente, la tiene el cambio climático. Normalmente, quien más quien menos, los meses previos al verano pone en marcha su particular operación bikini: una estricta dieta a base de pomelo sacada de una revista, un intensivo de seis horas de gimnasio a la semana, un demoledor tratamiento anticelulítico a base de untarse cremitas y rasparse con una lija tres veces al día, unos rayitos de uva treinta días antes de lanzarse a la playa, dos litros de infusión diurética cada mañana, un nuevo bikini que disimule lo que toda la operación no ha sido capaz de quitar y, sobre todo, una depilación integral de axilas, inglés y piernas completas.
Pero como el verano nos ha llegado en marzo, sin avisar, a escasos dos meses pasados de los excesos de Navidad, no hemos tenido tiempo ni de mentalizarnos, ni de preparar la operación bikini. Por eso, la visión de esta mañana era desgarradora: pieles ultra blancas, michelines desbordados, grasa untada en aceite de coco, granos, eczemas, pequeñas venas varicosas, pelos, muchos pelos por todas partes y sobre todo grasa, muuucha grasa. Y lo peor de todo, esos bikinis descoloridos de algunos añitos atrás que la gente se ha puesto pensando en aquello de “no creo que haga para bikini, pero por si acaso…”
Sí, estas visiones que nos perturban los domingos son los daños colaterales del cambio climático. Y es que este año, el verano nos ha pillado por sorpresa.
Marg
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